Septiembre de 1940, tío Bernabé en Barcelona (*)

Tampoco su suegro es ajeno a pensamientos semejantes a los de Juana, durante el regreso a la casa de la señorita Ovidia, que van y vienen por su cabeza, entre las cosas que no puede entender de la vida, de la muerte y de “Dios bendito”, se dice mirando para atrás a su nuera Juana con su nieto en brazos, a lo largo de la calle que une el hospital, en el que acaban de dejar a su hijo enfermo, con la Rambla cercana a la casa de la señorita Ovidia a donde se dirigen, y mira al cielo pensando en él, “¿por qué? ¿Por qué mi hijo…?”, dice en voz baja sin que lo pueda oír, ni tan solo su mujer tía María Andrea, quien va colgada de su brazo observando todas las cosas en movimiento, propias del ajetreo de la gran ciudad en la que se encuentran, muy diferente a la vida tranquila de su pueblo, al que añora en ese instante de manera discreta, aunque certera, para sus adentros, sin querer dar sensación, ni manifestar todo lo que la viene a la cabeza, como le pasa a tío Bernabé y a su propia nuera o futura nuera, pobrecilla… se dice, en ese mismo momento, al mirarla de reojo, sujetando a su hijo en brazos al final de ese verano de 1940 en la ciudad de Barcelona.

Y en ese momento de desconexión aparente, solo aparente, con la realidad durante el trayecto a casa de la joven señora, señorita Ovidia, de la que saben tan poco, solo que les ha cedido en alquiler una habitación, para pasar las noches o días que estén en Barcelona, es cuando tío Bernabé escarba en su vida, o en su memoria, o en su olvido, y le viene la vida rural a la cabeza otra vez, y tantas más, pues es su vida entera y no puede estar sin ella, como no puede dejar de venir a ver a su hijo que, aunque le dan esperanzas de recuperación, no tiene él muy seguras esas noticias, de las que no se le ocurrirá, por supuesto, decir una sola palabra, ni siquiera a su propia mujer. Y menos a su nuera, Juana, que también comprende que estará, está, pasando lo suyo. “No hay derecho”, insiste en voz baja mirando al cielo. “No, no, no hay derecho… Este hijo mío, el único varón, con ese par de mulas que le tengo para que sea él quien trabaje, con la ayuda necesaria, esas tierras…”, que le esperan como la tierra reseca al agua de lluvia, esperan sus manos para hincar el arado y sembrar las semillas de vida y de mies y de grano, allá donde lleguen sus pasos y vista, al calor del amor a la tierra que pare la sal y la luz y la vida, de dentro de sus entrañas, aunque los locos mutilen sus pasos y no sepan de siembra de siega, ni sementera, ni grano, ni olores a vientos que yacen de noche con tierras en celo, abriendo sus carnes al calor de la noche fecunda, al abrazo del cielo.

Javier Bodas Ortega
Noviembre de 2017
En memoria de mi abuelo Bernabé. (Tío Bernabé mendrugo)
(*) Fragmento de novela de próxima publicación del mismo autor.

 

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